Hoy se habla mucho de la familia, con propósito y superficialmente “sin ton ni son”. Parece reine soberana una confusión que empuja a buscar soluciones a los problemas actuales e impulsos nostálgicos para frenar cualquier posible desviación doctrinal.
Hay quien busca creatividad y quien busca seguridad. Y así parece activarse una polarización entre las verdades inmutables y la fidelidad creativa.
Es innegable el hecho de que existe una cierta impresión de confusión, pero esto forma parte del cambio de época, en esto todos estamos de acuerdo. En realidad, es un momento feliz para profundizar el dono de la familia, para comprenderlo y vivirlo en manera más plena y real.
He aquí que, si del pasado hemos heredado el resplandor de las verdades doctrinales con respecto a la familia, del tiempo presente adquirimos una mayor atención a la dimensión humana del amor con un anclaje bíblico y antropológico, que nos ayuda a vivir el gozo del amor en la familia.
En este camino nos ayuda la Exhortación apostólica Amoris laetitia del 2016. Esta, heredando las afirmaciones del Magisterio en el pasado, nos acompaña para descubrir el placer de vivir el don del amor, de ser familia de acuerdo al diseño de Dios.
En este punto nos encontramos también nosotros, Koinonía Juan Bautista, con nuestro testimonio.
Y nuestro testimonio es muy sencillo: vivir la belleza de ser familia, ahí está presente Jesús vivo con su gracia.
Siguiendo Amoris laetitia, la Biblia no nos presenta un modelo exclusivo de familia, sino que si acaso se puede decir describe parejas y familias concretas que viven su amor entre gozos y dolores, entre esperanzas y divisiones, entre gracia y pecado. Son familias que se parecen a las nuestras, en las que no todo es perfecto, pero en las que igualmente se encuentra la presencia de Dios que con su misericordia se manifiesta y guía a la caridad, la que nos hace capaces de dar la vida, de caminar juntos siempre y en cualquier circunstancia, la de saber recomenzar a amarse a pesar de las heridas y las caídas.
La familia se convierte así en la casa de Dios, fuente de bendición, no porque todo es impecable, sino porque se reconoce y se recibe la presencia de Dios que une las vidas en una sola carne, bajo un único techo, bajo un único fogón. Entonces la familia, entendida así humanamente y divinamente, se convierte en un verdadero laboratorio de fidelidad al don de Dios, un lugar de sanación en el que la esperanza vence sobre cualquier posible ruptura y desánimo. La familia se convierte en el lugar en el que se puede siempre volver a comenzar a amar y los cónyuges se vuelven artesanos expertos que, con sus vidas, sus esfuerzos, sus renuncias logran tejer lazos de estima, de donación y de fidelidad. Es un amor que permanece siempre débil y fuerte y debe ser protegido, que puede enfermarse, pero sobre todo permanece un amor que sana y es en cualquier edad continuamente fecundo.
El tiempo actual nos ofrece una mirada realista de la familia, para nada superficial; es la visión de un amor recibido de parte de Dios como un don por el que vale la pena vivir hasta las últimas consecuencias. Es el tiempo del amor concreto, del testimonio de parejas y familias reales que reconocen el don de Dios, que lo saben proteger con la oración y la conversión a la ternura recíproca, de un testimonio que se convierte en voz de esperanza y signo de que Dios no ha abandonado este mundo, sino que está presente ahí donde se ama.
Volver a partir de la familia real y concreta, sosteniéndola y acompañándola, para sentir cercano a Dios, para vivir la esperanza: esto es lo que el mundo espera hoy de la Koinonía.
p. Alvaro Grammatica