A todos los hermanos y hermanas de los Oasis y Realidades de la Koinonía Juan Bautista
¡Cristo ha resucitado!
«Su madre conservaba todo esto en su corazón.»
(Lc 2,51b)
Queridísimas hermanas, queridísimos hermanos:
La espera mesiánica ha llegado a su cumplimiento con el nacimiento de Jesucristo, hijo de Dios e hijo de María. Los evangelios narran cómo los primeros testigos de este hecho fueron unos pastores y, un poco más tarde, unos sabios que venían de Oriente, más conocidos como los Reyes Magos. No sabemos qué entendieron realmente de lo que estaban viendo y contemplando, pero sí sabemos que se dejaron guiar por las palabras y los signos proféticos, con confianza.
Quienes seguramente eran conscientes de la singularidad de lo que estaba sucediendo eran María y José. Ella, porque no conoció a varón; él, porque alimentó una plena confianza en su esposa y en su Señor.
María, evidentemente, ocupa un lugar único y privilegiado en el plan salvífico. El modo en que la tradición cristiana expresa esta excepcionalidad es a través de las letanías dedicadas a ella. El poeta Dante Alighieri, se dirige a ella con estas palabras:
«Virgen Madre, hija de tu hijo,
humilde y alta más que criatura alguna,
término fijo de eterno consejo,
tú eres aquella que la naturaleza humana
ennobleciste, de tal modo, que su factor
no desdeñó hacerse su hechura.»
(Paraíso, canto XXXIII)
El Nuevo Testamento, sobrio y esencial, se refiere a ella como mujer, como esposa y, sobre todo, como madre, destacando el aspecto que caracteriza su maternidad: creer las palabras excepcionales que se le dirigen, acogerlas y custodiarlas en lo más profundo de su corazón, junto con los hechos de los cuales es testigo y para los cuales no hay explicación natural.
Es el mismo Hijo quien alaba a su madre, aunque de manera indirecta, cuando, incitado por una mujer que le dice: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron», él responde: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,27-28). Precisamente así María es un modelo por cómo creyó y observó la Palabra, más que por su maternidad, que es una exclusiva intervención divina. Tanto es así que san Agustín llega a afirmar: «Vale más para María haber sido discípula de Cristo que haber sido madre de Cristo» (Discurso 72/A,7).
Queridos hermanos, comencemos, pues, este tiempo de Adviento con la conciencia de que no somos meros espectadores de este admirable nacimiento, sino que estamos llamados a acoger y custodiar la semilla de la Palabra del Señor, que fecunda nuestro corazón y lo hace cada vez más semejante al suyo. Exactamente como hizo María.
El proceso de conversión, que dura toda la vida, es como un largo embarazo espiritual, en el cual el hombre nuevo en Cristo se va formando en lo íntimo de nuestro corazón y se manifiesta a través de nuestro lenguaje y nuestro comportamiento. Por tanto, no nos dejemos desanimar por aquello que atenta contra nuestra gestación, sino que aprovechemos al máximo este tiempo invirtiendo más en la oración y custodiando Su Palabra, que tiene el poder de crear incluso lo que aún no existe. Es un embarazo que no está vinculado con el “género”, sino con el hecho de ser una nueva criatura.
Os deseo, por tanto, un fructífero tiempo de Adviento, para una feliz Navidad.
Cogollo del Cengio, 22 de noviembre 2024
p. Giuseppe De Nardi
Pastor general