El 12 de Octubre de 1492: Cristobal Colón descubrió un nuevo mundo que sería después bautizado “América”. Así, a partir de 1521, comenzó un período de colonización española de México. Un contraste de mentalidades, culturas, tradiciones, cultos y religiones. Los símbolos religiosos, las estatuas mexicanas, los sacrificios, fueron considerados como ídolos paganos y así dieron inicio a una campaña de cristianización que perduró en el tiempo.
Alrededor de diez años después de la conquista, los misioneros tenían poco éxito en la evangelización y conversión de las nuevas tierras, hasta que en 1531 la obra de la evangelización de los indígenas fue bendecida con la aparición de María a Juan Diego Cuauhtlatoatzin indígena chichimeca en el cerro del Tepeyac.
“La Señora” lo invitó a presentarse al obispo para comunicarle que era su deseo construir una iglesia, pero el obispo no le creyó. Fue hasta el 12 de Diciembre, que María se acercó a Juan Diego que buscaba a un sacerdote que lo ayudara con su tío que estaba muy grave y le dijo: “¿Qué no estoy yo aquí que soy tu Madre?”. Y he ahí la confirmación que su tío no iba a morir. El joven Juan Diego pidió a María que le diera una señal para que el obispo pudiera creer. Ella pidió a Juan Diego que subiera a la montaña a recoger flores. Así lo hizo y regresó a su Madre. Ella tomando las flores las puso en el ayate de Juan Diego que corrió hacia el obispo y al desenvolverlos frente a él la imagen de la Virgen apareció inmediatamente “estampada” en su ayate. El obispo y los presentes se arrodillaron conmovidos y pidieron perdón por su incredulidad.
Con esta aparición, la Virgen trajo reconciliación entre los nativos y los españoles a través de los símbolos que aparecen en su manto. Las dos culturas han podido recibir el mensaje de que la fe cristiana no es propiedad de nadie, sino un don de amor universal. Los rasgos del rostro de la Virgen no son ni de tipo europeo, ni indígena, sino mestizos, prefigurando la futura y original civilización, el Cristianismo nacido de la integración racial, también entre españoles e indígenas.
En el acto final de esta larga y sugestiva historia, María está al centro de la historia universal y al inicio de la historia del Nuevo Mundo. Permanece siempre dispuesta a dar todo su amor, compasión, ayuda y protección a los habitantes de la tierra y a todos aquellos que la aman. Nuestra Señora de Guadalupe “La Guadalupana” se presenta como la que quiere a todos, indígenas y españoles, con un mismo amor maternal.
Aceptar a la Madre de Dios significará entonces también aceptar a los indígenas. El nuevo templo ayudará a restaurar la dignidad de los opresos. María, misionera de la Buena Nueva, transforma la realidad para formar un nuevo pueblo y una nueva familia.
Después de una conquista que ha provocado sufrimiento, divisiones y oposiciones, la Guadalupana en el cerro del Tepeyac se convierte en un signo de encuentro de dos mundos hasta entonces en dramática contraposición.
En los siete años posteriores a las apariciones, ocho millones de nativos se convirtieron, en promedio alrededor de tres mil personas por día, lo que nos hace recordar la predicación de Pedro.
Pio X proclamó a Nuestra Señora de Guadalupe “Patrona de América Latina”. Pio XI, “Patrona de las Américas”; Pio XII la llamó “Emperatríz de las Américas”; Juan XXIII “Misionera celeste del Nuevo Mundo y Madre de las Américas”. Y nosotros, Koinonía, nos dirigimos a Ella como “María, Estrella de la evangelización”.
Virginia De Nardi